miércoles, 12 de septiembre de 2007

EL ESPEJO

El espejo es mi sudario.
Es mi cuchillo. Es mi rebozo gris
de anciana.
Como una abierta boca que bosteza
escúpeme la pieza solitaria,
el grisáceo comedor al fondo.
Enmárcame mientras me miro
y la niebla llora afuera, en el patio,
donde se desprenden los racimos secos.
Y lánzame mi cara
que el tiempo, sin compasión,
ha estado arañando.
Como a las mismas
maderas que no pueden
defenderse.
Y me rodea, me sofoca,
me envuelve como una hirsuta
cabellera blanca en el sopor
del inmenso silencio de la casa.
Respira ese silencio, respira
y su aliento me recibe cuando entro;
y me palpa, gélido, cuando estoy
junto a la mesa que a Nadie tiene.
El aire mudo toca mis sienes
cuando escribo con las manos
de una moribunda.
Mientras los viejos corazones
de mis relojes me cantan
las mismas canciones
que al mundo fenecente.
Y ése, su tam tam tremendo
e invencible de cada uno, nada, nada,
nos dice. Bebidos somos
y comidos.
Son ellos, y sólo ellos,
los que habitan estas viejas paredes,
los que viven, en esta oquedad
tremenda.
Mientras mi corazón corre
y recorre los hombros
de esta soledad que
aquí se cita.
Y me encuentro, nuevamente,
frente a frente a las pupilas heladas,
del espejo, donde
el mundo se refleja
como una luna de llantos.
Y el cielo llorante, las
cariátides de la herrumbre,
mi pieza, mi cama.
La cetrina luz al centro
de su cuerpo transparente llora, también,
su sin sentido.
Y las huellas chorreando
en las esquinas de la pieza. Y ése
patetismo...
Resuena la inmensa
casa sola en su oreja
traslúcida.
Y se amontonan
los restos de la vida
en su córnea helada.
La mesa, sola
también, hállase en su pecho
como el náufrago navío
en el mar de hielo...
2001

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